viernes, 6 de noviembre de 2015

MÉRIDA EN 1835 VISTA POR MARIANO JOSÉ DE LARRA

 
           Mariano José de Larra (Madrid, 1809-1837), escritor, periodista y político, visita Mérida en 1835 y escribe sobre la ciudad dos artículos titulados "Las antigüedades de Mérida". Prologa el maestro Azorín en 1941 un volumen, "Artículos de costumbres",  en el que agrupa "lo más típico, lo más literario, lo más ajeno a la política de Larra", entre ellos los dos citados. Casi toda la labor de Larra es periodística. "Ni teatro ni novela señalan el paso de Larra por la literatura. Lo definitivo --lo que se supone que lo es-- se cambia aquí en lo efímero, y lo efímero --el artículo diario-- se convierte en lo definitivo", señala el prologuista.
            Mariano José de Larra no se entiende sin una niñez repartida entre Francia y España; sin su padre, afrancesado, cirujano militar en el ejército josefino, exiliado en Burdeos y París, que regresa a España en 1818 por la amnistía de Fernando VII. El niño Larra sigue al padre en sus distintos destinos. En Cáceres se encuentra durante el curso 1823-1824. Viajero infatigable, recorre España y los países próximos. Mariano José se pregunta un día "¿qué hago yo en Madrid?" y se responde a sí mismo: "Todo es chico en Madrid: no quepo en el teatro; no quepo en el café; todo está lleno, todo obstruido, refugiado, escondido... Fuera, pues, de Madrid; no bien lo había dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el equipaje de Fígaro, más ligero que unas poesías furtivas. Una lente para observar a los hombres, recado de escribir para bosquejarlos y mi mal o buen humor para reírme de los más de ellos." Así principia su primer artículo sobre Mérida.
            Larra toma un carruaje y deja atrás Madrid. "Tres días rodamos por el vacío; hacia el fin del cuarto, una explanada sin límites se desenvolvió a mis ojos, y se dibujaban en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos vestigios de una magnífica población. ¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté. No; los ha habido. Eran las ruinas de la antigua Emerita Augusta" (siempre la llama así)  ¿Y cómo ve Mérida Mariano José; cómo define lo que ve y siente? Revela: "La humilde Mérida, semejante a las aves nocturnas, hace su habitación en las altas ruinas. Es un hijo raquítico, que apenas alienta, cobijado por la rica faldamenta de una matrona decrépita. Era un niño dormido en los brazos de un gigante."
            Recuerda Larra que Mérida "es uno de los recuerdos más antiguos de nuestra España", la segunda ciudad del Imperio y el sitio del descanso al que aspiraban altos funcionarios y guerreros cansados del aplauso de la victoria. Evoca su esplendor sobre un terreno fértil y un río cuyas aguas, pérfidamente mansas como la sonrisa de una mujer, deberían regar una campiña deleitosa. Ve su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas, que las civilizaciones todas no han sido capaces de allanar. Observa un segundo suelo artificial, enteramente humano, sobre el suelo primitivo de la naturaleza. No hay piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana. Ve zaguanes empedrados con lápidas y losas sepulcrales; le asombra que haya aún un gran número de cosecheros que se sirven en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, conservadas empotradas en sus suelos, cuyo barro duradero parece desafiar todavía al tiempo.
            Rodeado de ruinas, imagina percibir el ruido de la gran ciudad, el confuso son de las armas, el hervir vividor de la inmensa población romana. Advierte su error: hay un silencio sepulcral, no interrumpido siquiera por el aquí fue del hombre reflexivo y madurador. Y ahora, Larra se adentra en el legado imperial. Se hace acompañar de su cicerone, "una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas". "Mérida --le dice Fígaro-- ha sido una gran ciudad." Su interlocutor le responde "¡Oh!, sí señor. La Historia dice que tenía ochenta puertas y que cada puerta estaba guardada por cuatrocientos soldados de a pie y por ciento de caballería; tenía cuatro palacios magníficos en los cuatro ángulos, que eran de cuatro príncipes muy ricos..."
            En estas, Larra y su acompañante llegan al puente, de sesenta ojos espaciosos, que le dan una longitud que se pierde de vista. Contempla los dos acueductos que enriquecieren de aguas la ciudad; pasan por el circo, y se dirige a la calzada romana. En el centro de la población, ve el arco de Trajano: se asombra al encontrar en dos nichos laterales de sus puntos interiores dos esculturas de mármol blanco, del gusto griego más puro... Ve también la capilla dedicada a Santa Olalla, patrona de la colonia, llamada el hornillo de la Santa, por haber sido allí martirizada... Cita la casa del conde los Corvos, las columnas del templo de Diana... Y concluye su visita con un descubrimiento: "el de unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan..." Finaliza: "Mérida, posesora de tantos tesoros numismáticos, olvidada de ellos, y olvidada ella misma, es en el día una población de cortísima importancia: puéblanla apenas mil vecinos, y de su grandeza pasada solo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos recuerdos..."
 
 

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