jueves, 30 de julio de 2015

ANOCHECER FRENTE AL MAR

 
En el colegio, alguna vez nos preguntaron si habíamos visto el mar. Casi nadie contestaba. Habitantes, los más, de la Extremadura interior, entre Tajo y Guadiana, entre norte y sur de ambos, ninguno había viajado a los confines de su tierra frente a la mar. Tan solo conocieren sus ríos o pantanos, en los que se bañaren en verano.
              Hasta que no fueren bachilleres, no conocieren el mar en alguna excusión escolar.  Mientras el autobús avanzaba hacia la costa, los ojos escudriñaban tras las curvas de la N-340, a un golpe de vista. El profesor les había dicho que quien no conociere el mar, nada sabría de la tierra, el mar azul, la inmensidad del mar, que se pierde en los confines de la redondez de la Tierra; el agua salada frente al agua dulce; la inmensa fuente de recursos alimenticios para el hombre…; pero el mar estaba tan lejos…, muy lejano para quienes solo salían del pueblo para hacer la mili, quizá no frente al mar. El mar, la mar, se adivinaba como un misterio inescrutable por descubrir con la mirada, por soñar en su inmensidad, perdida en su horizonte, como un reto por alcanzar; la maravilla de la naturaleza por descubrir.
              Memoraba aquel viaje en el que sus ojos lo vieren por primera vez. Desde la carretera, el mar aparecía y se difuminaba a la vez en un plis-plas. No hubiere tiempo a aprehenderlo en la memoria; tan solo fuere un barrunto de la unión que más nos atrajeren -- las marinas de Sorolla-- que nuestra propia visión de la mar.
              Pasados los años, al fin pudo hollar la mar: se bañaba en él; jugaba como un niño salvando las olas que rompían contra la playa; ora montaba sobre un patinete; paseaba por la fresca orilla, huidizo de las arenas interiores que quemaban los pies. Desde la orilla, se solazaba contemplando los barcos de recreo que surcaban sus aguas. Al atardecer, el mar era otra cosa. Apenas quedaban bañistas que apuraban las horas hasta la anochecida. Los chicos jugaban al fútbol o al voleibol…, hasta que la luz solar se difuminaba en el horizonte. Solo entonces, al anochecer, disfrutaba de la inmensidad del mar. Las luces del paseo marítimo iluminaban las playas vacías. En el horizonte, titilaban las luces de los barcos de pesca. De cuando en cuando, otras luces intermitentes –ascendentes, descendentes—te indicaban los vuelos de aviones comerciales de ida o regreso al próximo aeropuerto.
              En el anochecer, la vista no alcanzaba a ver el horizonte de la mar, hasta por la mañana, en que, por el orto, apareciere el astro rey. Las escasas luces sobre el mar se alternaban ahora con cientos de las viviendas que, desde la primera línea de playa, reptaban sobre la sierra, esclareciendo la montaña sobre el mar. Quizá sus habitantes, ahora desde sus terrazas al mar, observaren la mar que apenas hollaren durante el día con sus cuerpos, el tiempo mínimo, imprescindible, para nadar y guardar la ropa. Durante la noche, algún día las olas le despertaren  rompiendo sobre la playa, y pensare en los pescadores que faenaren mar adentro hasta el amanecer, cuando en la lonja, los vendedores de la tierra esperaren los frutos de la mar. Solo entonces recordare los versos de Alberti  –“Marinero en tierra”-- que no le enseñaren en la escuela: 
 
                          “Gimiendo por ver el mar,
                            Un marinerito en tierra
                            Iza al aire este lamento:
                            ¡Ay mi blusa marinera!
                            Siempre me la inflaba el viento
                            Al divisar la escollera”
 

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