sábado, 26 de noviembre de 2011

DIMITIR Y CESAR

          No parece que los resultados del 20-N traigan una ola de dimisiones o ceses. En un país en el que nadie dimite si no fuere cesado, no se conjugan ninguno de estos verbos por parte de los actores que, arropados en el aparato, se escudan en las decisiones congresuales que parece ser que mandaren más que las de las urnas. Cuando estas han hablado tan claramente, si los políticos caídos hubieren dignidad, tendrían que dimitir, sin esperar un nuevo cese de quienes les auparon al cargo. 

            Dimitir es un verbo transitivo, del latín  transire, en el que la acción pasa de un lado a otro, mientras que los intransitivos no prolongan la acción, sino que la enmarcan, y la acción se agota en sí misma.

            Hay un confusionismo conceptual y gramatical en la política, que generaliza un cargo no como una carga, sino como institución que a alguien se le otorgare de por vida. Por eso, los políticos se aferran tanto al poder y se alían con el diablo con tal de no dejar el sillón que un día se les otorgare por delegación. Es frecuente leer y oír: “O dimites o te dimito” (en lugar de “te destituyo); “A mí solo puede destituirme quien me nombró: el congreso”, como si por encima de la conjunción de esa fuerza delegada de poderes no hubiere otra mayor que la bendijere.

            Nadie acepta, por lo general, que un cargo está cesante desde el momento mismo de su nombramiento en los boletines oficiales y su toma de posesión. El mismo que otorga la confianza, puede retirarla “ipso facto” al día siguiente de aquella.  La conjugación de “dimitir” puede no ser aceptada por quien nombró al dimisionario, del mismo modo que quien nombra puede destituir de su cargo y funciones al designado. Hubiere otros casos en el que político deja su cargo sin que lo supiere quien le nombrare. Renuncia, abdica, se va, se despide a sí mismo, sin que previamente le fuere comunicado su cese. Otros son destituidos  sin más explicaciones que el decreto publicado en el boletín.

            Cuando tras un proceso electoral, un partido pierde las elecciones, nadie se da por aludido, como si no fuere con ellos la nota. Los ganadores piden su dimisión, como si de ellos dependiere, cuando ya le ha sido otorgada por quienes correspondiere: la soberanía popular, de la que emanan todos los poderes del Estado, y de la que todos se olvidan, como si fueren césares elegidos por el pueblo a perpetuidad, una palabra ya desaparecida de los cementerios por falta de espacio físico, pero aprehendida y comprada por los políticos para su previo “eterno descanso” en la tierra antes que en el cielo, donde ya nada necesitaren.

            No conjugamos la transitividad, que no da réditos, si no nos fuere impuesta la intransitividad, en el que la acción del cese agota la acción verbal en sí misma.

            La redefinición del nuevo proyecto de izquierdas por la que algunos abogan no puede hacerse de la noche a la mañana, con la remoción de todos los aparatos perdedores, porque supondría un vacío de poder, que impediría sentar las bases del mismo con la tranquilidad necesaria; pero tampoco solo desde los aparatos sin contar con las bases que lo sustentan, que abriría aún más la brecha existente entre las élites del partido y la militancia de base.

            No se puede diseñar un proyecto en la definición de perfiles para después ponerles nombre a los mismos, porque el diseño del vestido les viene grande a los nombres para quienes se diseñare. Primero el proyecto; después, los nombres, los líderes. Ni se puede decir que “hay que dar paso a otros” cuando lo que quieren decir es que se postulan para un cargo superior y, perdido aquel en elecciones, resulta valedora la experiencia, pero no la juventud.

            Es preciso meter la cuchara mucho más hasta dejar el tazón vacío de políticos aferrados al sillón de por vida. No pueden seguir quienes perdieron; no deben alzarse como padres de la patria quienes condujeren a los suyos a la sima electoral. “Quien pierde paga”, ha dicho Ibarra; pero aquí no: quien pierde, gana, y los de siempre, a trabajar y callar. Quienes antes otorgaron, piden ahora “salud y rebeldía”, como si la última fuere complementaria de la primera, sin trabajo abnegado de por medio, sino el de figurar por figurar.


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