domingo, 16 de octubre de 2011

LA LUZ QUE SE APAGA...

La luz encendida de un comercio; luz de vida que ofreciere vida. Una decena de luces en las calles aledañas. Luces que alumbran un letrero indicador del negocio; pero ya no hay negocios. Cambian los inquilinos y los servidores de la vida; otros echan el cierre definitivo. Sobre los cristales y las puertas, anuncios de alquiler o venta. Algunos, pocos, abren de nuevo, manteniendo los precios elevados, porque los alquileres suben en tiempos de escasez. La mayoría echó el cierre hace tiempo. Se han apagado las luces y no han vuelto a surgir otras con nuevo nombre. Ya sin luces los portales. Han desaparecido ante las puertas los productos que se ofertaban, al contrario que en los mercadillos, en que todo estuviere a la vista, para elegir mejor.

            Desde muy temprana hora hasta la anochecida, permanecía la frutera en su negocio que le diere para ir viviendo para sí y su hija. Retiró primero la mercancía expuesta ante la puerta por orden superior; se enclaustró el día todo en su pequeña tienda. El propietario le ha subido el alquiler. Hace cuentas. No le salen. Torna a su tienda anterior, como de recogida. Ha retirado el letrero con su nombre que antes tuviere la tienda. Otra luz apagada, otra tienda cerrada. En los empieces de la mañana o al anochecer, ya no podré dedicarle una sonrisa, decirle un adiós afectuoso, a quien viere todos los días al pasar; pero Mari Ángeles mantiene su dignidad de trabajadora, su sonrisa de siempre, su encendida luz ante la luz apagada. No le arredra la vida ante la responsabilidad de su otra vida. Ignoran los políticos estas luces que se apagan y permanecen, por el contrario, encendidas. Ni siquiera las ven.

            Ahora, con la luz apagada, de madrugada o por la noche, sin su nombre iluminado, sus antiguos clientes la buscan para saludarla y solicitarle de nuevo sus frutas y verduras, las que el campo diere a sus moradores, las que a la ciudad llegaren solo a través de la cadena alimentaria. Y tornan a decir su nombre y a recibir su sonrisa, resplandor de la luz que antes iluminare su nombre, la luz de la convivencia, la luz misericordiosa que va pasando suave entre las luces de la ciudad, ora encendidas, ora apagadas.

            No nos hacemos a ver esos letreros luminosos apagados, ya retirados, sin nombres, cuando los hubieren tras ellos. Cada luz que se apaga en la ciudad es un paso atrás en el fracaso colectivo de la sociedad. Y detrás de esas luces apagadas hay nombres de personas, de familias, cuyo resplandor pareciere fenecer. No así el de Mari Ángeles, todo el día afanosa, como las mujeres de nuestros pueblos, alma y vida de su entorno, como las luces apagadas de los letreros, de nuevo encendidas en ella, sin miedo a la necesidad que otros hubieren y que gritan en las calles, sin que sus voces no traspasaren ni la tierra ni llegaren al cielo. Y tornamos de nuevo a su otra tienda, en la que nunca estuvimos; alza su mirada; nos ofrece su sonrisa y le lanzamos un beso de despedida para no interrumpir sus muchos quehaceres… “¡Adiós, Mari Ángeles!”, y ella hubiere tiempo para contestar: ¡”Adiós, caballero!”, como un resplandor de la luz apagada con su nombre.


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