lunes, 19 de septiembre de 2011

CUANDO LOS PADRES ENTIERRAN EN VIDA A SUS HIJOS…


La inversión de la lógica y de la normalidad se impone, a veces, sobre la lógica de la biología y de la razón. Es aceptado como normal que sean los hijos quienes entierren a sus padres, por ley de vida y por común sentido del ciclo vital. Lo anormal, lo sinsentido, es que sean los padres los que entierren a los hijos.

Cada día más, los papeles se invierten. A las enfermedades sobrevenidas por un ritmo de vida que no fuere el de antes, se une la salud de la alimentación, los accidentes que cada fin de semana se llevan jóvenes vidas por delante, las drogas que nuestros padres no consumieren, el deporte que antes se practicare por obligación, con una vida obligada en el campo, frente al sedentarismo de la ciudad, y tantos elementos del desarrollo industrial que, más que ayudarnos, se revelan como bombas en potencia que, en lugar de ofrecer mayor calidad de vida, la matan y la destruyen.

He oído voces desgarradoras de madres que despedían a sus hijos a quienes otros les arrebataren la vida por ninguna razón que pudiere sustentar la afrenta. Lamentos de madres, aún no ancianas, que suspiraban por la pérdida de sus hijos jóvenes…

Entre la vida y la muerte hay una débil frontera que podemos traspasar en un santiamén. No bastaren los buenos oficios médicos y la asistencia sanitaria envidiable que hubiéremos si no amamos la vida como no deseamos la muerte. Y cada día, la vida es más riesgo de muerte que de vida. Anteponemos el riesgo a la vida. Nos desligamos de ella, como si no fuere nuestra y con ella viviéramos y conviviéremos con otras vidas también “nuestras”… “¡Mi vida!, en la dulce expresión que no clama por la propia, sino por la que tenemos a nuestro lado… Destruimos lo que nos rodea en lugar de mejorar lo que pudiere darnos más calidad de vida. Si matamos la vida de seres indefensos, que solo cariño y protección nos procuran, cómo tener apego y defender la propia. Vamos perdiendo el amor por los animales, por la naturaleza, y… perdemos nuestra fuente de vida, la propia vida en la que se reflejare la nuestra.

Solo las madres parecen sentir más que nadie la debilidad de la vida, la luz de la vida y la oscuridad de la muerte de esa vida. “¡Qué pronto te vas, mi vida!”, porque le dio luz a su vida y fuere sangre de su sangre por la que fluyere su vida en la otra.
Hay otro mayor peligro que se cierne hoy sobre la vida: la desesperanza ante la vida y el futuro de esa vida. Los jóvenes no ven futuro ni esperanza que alienten sus vidas y, en su desespero, se dejan arrastrar por los peligros que les acechan y ante los que sus progenitores nada pudieren hacer, porque ya andaren por sí solos, pero no hubieren medios para fortalecer su vida y ver con más luz un futuro que llega, pero que parece que no fuere suyo, como el de los afortunados de la vida. ¡Vida sin vida, con más esperanza de muerte que de vida que nos otorgare la propia vida…!

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