lunes, 21 de abril de 2008

Antes el cielo que la tierra

Quizás habría soñado toda su vida con aquel pisito y su paisaje. Tres largos años esperó para tomar posesión del refugio en el que pasó varias décadas, posiblemente hasta su muerte. Pasarían el noviazgo y los primeros años de casados, de alquiler, pagando las dos moradas y sin ninguna propia.

Cada mañana, antes de ir al trabajo, visitaba aquella obra que se levantaba en las afueras de la ciudad Apenas la veía crecer mientras sus cuentas menguaban. No parecía ascender la obra hacia el cielo en un barrizal encharcado en aquellos tiempos lluviosos.

Por fin, un día de febrero, pudo trasladarse a la vivienda que tanto había soñado y que hipotecaría su vida durante un quinquenio de luces, en los mejores años para vivir y disfrutar con la familia. Ignoraba entonces las dificultades que hubieren los jóvenes treinta años después, aun con hipotecas más baratas.

Durante casi treinta años pudo disfrutar de un enorme paisaje, de una tierra antes virgen de ladrillos y colmenas para vivir. Tras la puesta de sol, en las tardes y noches de primavera y verano, podía ver a lo lejos las estaciones, las atracciones del ferial, la gente que iba y venía; el fluir de vehículos por la carretera, ya calle en la ciudad, por la que tantas veces se acercaría hasta Mérida. Noches de horizontes sin límites, de pensamientos evasivos, mientras admiraba una naturaleza rendida a sus pies, en la que alguna vez no faltaron las ovejas que pastaban en el descampado, las hogueras por san Jorge, los juegos de los niños en un parque inexistente; las luces del ferial a lo lejos; la cohetería anunciadora y de clausura de ferias…

Poco a poco, el horizonte fue cerrándose a la vista. Cada nuevo edificio cercenaba una parte del paisaje; cada altura, una porción más de la tierra. Tan sólo le quedaba la montaña de enfrente, su montaña. Las afueras de la ciudad se convertían ya en el centro mismo de la vida ciudadana. Los promotores no vendían ya la vivienda por sus calidades, sino la calidad de un paisaje para disfrutar donde lo hubiere. La visión de la tierra cambiaba por la del cielo. Antes el cielo que la tierra; pero, ¿quién miraba al cielo sino para ver algún helicóptero que lo sobrevolaba, o las aves que al amanecer se dirigían a sus comederos y al atardecer a sus dormitorios naturales?

Quizá por última vez, antes que las alturas del sexto piso de enfrente se levantaran y le ocultaran su admirada montaña, recordaría cómo el paso del tiempo convertía un terreno antes pedregoso en colmenas para vivir, para ver sólo el cielo antes que la tierra, donde los niños, como los pájaros, solo podrían salir de casa y regresar a ella tras asistir al colegio mirando al cielo y no una tierra asfaltada sin patio alguno para jugar. Todo asfalto y coches, para vivir en los cielos, sin estar en ellos; en una tierra sin pisarla y disfrutarla, como si hubiéremos de ganarnos el cielo antes que disfrutar y amasar la tierra con el sudor de nuestra frente, porque ya no se suda en la tierra: se suda para vivir en los cielos sin ver la tierra. Memento de vivos sin ser aún difuntos en la estación término de la tierra; allá, en el huerto de cruces, donde los cipreses se alzan como lanzas al cielo, también absorbido ya por la ciudad, buscando el cielo en los cielos de la ciudad expandida en un horizonte ya cercenado.

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